Voy por la calle y veo un típico bar de Palermo. Pero no el típico bar de Palermo, como sería el del Gallego, sinó uno más contemporáneo.
En la puerta me espera la falsa silla del jardín de tu abuela con el tapizado de bolsa arpillera, bien rústico. Y lo único que puedo pensar es que estoy harta.
Harta de las fashion trends. De un mismo modo de decorar. De que todos los bares ahora se pongan con esta onda, tal como en su momento fueron los Plaza del Carmen. De la homogeneidad y estandarización. O de que todos tengan la misma feliz idea.
Del menú escrito a mano en la pizarra. Del menú escrito a mano en un cuaderno de hojas de papel reciclable con estampado a lunares rosas. De las mesas de carpintero pulidas a nuevo y el piso de cemento alisado, brillante de glow-coat. Del espacio ordenadísimo en su aparente caos. De las macetitas con plantas comunes en los alféizar. De la vajilla que también podría haber sido de tu abuela pero recién comprada. De haber visto lo mismo una y mil veces en blogs de diseño y decoración. Del blanco con cremita por todos lados. De lo rústico-fashion.
De lo artificial que se hace pasar por natural. De la falsa sensación hogareña de estos lugares que indudablemente están diez mil veces mejor pensados que tu propia casa. Harta de tanta imposición, como cuando en la secundaria todas nos vestíamos igual con sweater burma, jean levy´s y las clásicas reebok.
Y entonces entro, decidida a encontrar más motivos odiosos y descubro que tiene chucherías varias y divinas para comprar. Y miro el lugar y realmente es muy agradable y lindo. Si, lindo con itálicas.
Y entonces se me escapa una sonrisa que después se tornará en felicidad pura entre un té común y una cookie con chips de chocolate.
Sonrisa sólo desdibujada por la cuenta.
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Felicitaciones! Ha sacado la sortija. ¿Una vuelta más?